Por Rowan Atkinson (Míster Bean-Internet))
La Habana.- Mi punto de partida a la hora de considerar cualquier cuestión relacionada con la libertad de expresión es mi apasionada creencia de que la segunda cosa más preciada en la vida es el derecho a expresarse libremente. Lo más preciado es la comida en la boca. Y lo tercero es un techo sobre tu cabeza.
En el puesto número dos está la libertad de expresión, justo por debajo de la necesidad de mantener la vida misma. Se debe a que he disfrutado de la libertad de expresión en este país durante toda mi vida profesional, y espero seguir haciéndolo. Personalmente, sospecho que es muy poco probable que me detengan por las leyes que existen para contener la libertad de expresión, debido a la posición sin duda privilegiada que se concede a quienes tienen un alto perfil público. Así que mis preocupaciones son menos por mí y más por los más vulnerables, debido a su perfil más bajo, como el hombre detenido en Oxford por llamar gay a un caballo de policía, o el adolescente detenido por llamar secta a la Iglesia de la Cienciología, o el propietario de una cafetería detenido por mostrar pasajes de la Biblia en una pantalla de televisión.
Cuando me enteré de algunas de estas ofensas y acusaciones tan ridículas, recordé que ya había estado aquí antes en un contexto ficticio. Una vez, en un programa llamado «Not the 9:00 News», hicimos un sketch en el que Griff Rhys Jones interpretaba a Constable Savage, un oficial de policía manifiestamente racista al que yo, como comandante de estación, estoy dando una reprimenda por detener a un hombre negro en toda una serie de cargos ridículos, inventados y absurdos: caminar por las grietas de la acera, caminar de noche en una zona edificada con una camisa chillona… y una de mis favoritas: caminar por todas partes.
Quién iba a pensar que acabaríamos con una ley que permitiría a la vida imitar al arte con tanta exactitud. Leí en alguna parte a un defensor del statu quo afirmando que el hecho de que el caso del caballo gay se archivara después de que el arrestado se negara a pagar la multa y que el caso de la Cienciología también se archivara en algún momento era prueba de que la ley funcionaba bien, ignorando el hecho de que la única razón por la que se archivaron estos casos fue la publicidad que habían atraído. La policía intuyó que el ridículo estaba a la vuelta de la esquina y retiró sus acciones. Pero ¿qué hay de los otros miles de casos que no gozaron del oxígeno de la publicidad y que no eran lo suficientemente ridículos como para atraer la atención de los medios? Incluso, para aquellas acciones retiradas hubo gente detenida, interrogada, llevada a juicio y luego puesta en libertad.
Esa no es una ley que funciona correctamente: es una censura de la clase más intimidadora, garantizada para tener el efecto amedrentador sobre la libre expresión y la libre protesta. Es indicativo de una cultura que se ha apoderado de los programas de los sucesivos gobiernos que, con la razonable y bienintencionada ambición de contener a los elementos detestables de la sociedad, ha creado una sociedad de naturaleza extraordinariamente autoritaria y controladora. Es lo que podríamos llamar la Nueva Intolerancia, un nuevo pero intenso deseo de amordazar las voces incómodas de la disidencia.
«Yo no soy intolerante, solo soy intolerante con la intolerancia», dicen muchas personas. Y la gente tiende a asentir sabiamente: «Sabias palabras, sabias palabras». Si piensas durante más de cinco segundos en esta afirmación supuestamente indiscutible, te das cuenta de que lo único que defiende es sustituir un tipo de intolerancia por otro, lo que para mí no representa ningún tipo de progreso.
La mejor manera de aumentar la resistencia a las expresiones insultantes u ofensivas es permitir muchas más. Tenemos que desarrollar nuestra inmunidad a la ofensa para poder tratar los temas que están perfectamente justificados. Como dijo el presidente Obama en un discurso ante las Naciones Unidas: «Los loables esfuerzos por restringir la expresión pueden convertirse en herramienta para silenciar a los críticos u oprimir a las minorías. El arma más poderosa contra el discurso de odio no es la represión: es más discurso».
Si queremos una sociedad robusta, necesitamos un diálogo más robusto. Eso debe incluir el derecho a insultar u ofender. Las tormentas que rodean los comentarios en Twitter y Facebook han planteado algunas cuestiones fascinantes sobre la libertad de expresión que aún no hemos asumido. En primer lugar, una buena lección que aprender: todos tenemos que responsabilizarnos con lo que decimos. Pero, en segundo lugar, hemos aprendido lo terriblemente punzante e intolerante que se ha vuelto la sociedad hasta con el más leve comentario adverso. La ley no debería ser cómplice de esta nueva intolerancia. La libertad de expresión solo puede resentirse si la ley nos impide hacer frente a sus consecuencias.