(Tomado del muro de Facebook de Jorge Fernández Era)
La Habana.- Desacralizar es ejercicio raro en nuestro contexto. Desde chamas nos metieron en la cabeza que aquellos que ofrendaron su vida para hoy contar —y cantar— con el paraíso que contamos merecen, más que respeto, ser venerados como dioses, olvidando que alguna vez fueron como nosotros y tuvieron que dispararse alguna cola.
Tanto le teme el discurso oficial a esa lícita y necesaria manifestación del humor, que prácticamente desde el triunfo de eso que eufemísticamente nombran Revolución —no se dan cuenta del excelente guiño que conlleva reiterar la palabra— desaparecieron de nuestros diarios las caricaturas de dirigentes y líderes, como se esfumaron de los medios de difusión masiva las chanzas referidas a sus meteduras de pata.
En el resto del mundo es ejercicio cotidiano. Lo viví en México, único país que he pisado —la expresión es absoluta—. Allí abundan los espacios televisivos, revistas y cualquier tipo de publicaciones donde los humoristas le arrancan las tiras del pellejo a los políticos.
Me contaba Camilo Egaña, periodista cubano radicado en Estados Unidos, que en la Casa Blanca se organiza anualmente una cena del presidente con los más importantes corresponsales de prensa. Es una suerte de tira pallá y tira pacá donde todo el mundo se burla y la pasa requetebién sin consecuencia alguna.
No creo que el Palacio de la Revolución se atreva a organizar algo así, mucho menos con comida. Sus inquilinos son absolutos en lo de creerse los únicos chistosos. Y claro que lo son, lo han demostrado con creces en las sesiones de la Asamblea Nacional que por estos días tuvimos la oportunidad de sufrir.
No me quedo atrás en lo de sentirme como Tapia en el agua en materia de desacralizar, pero me considero poca cosa al recordar que otros colegas de la Isla lo han hecho mejor. Ahí están Marcos Behmaras («Salaciones del Reader’s Indegist»), Zumbado («El american way»), Eduardo del Llano y Nos y Otros («El asesinato de Elpidio Valdés», donde tuve el honor de interpretar al inclaudicable mambí)… La lista es larga. Tiene su cumbre en «Leve Historia de Cuba», un libro de Enrique del Risco y Francisco García que presenta «los momentos más notables (o más insólitos) del devenir en la Isla, no como ocurrieron, sino como pudieron haber ocurrido».
En esa onda va mi cuento de hoy. Es mi homenaje al aniversario 70 del Asalto al Cuartel Moncada, hecho que contradictoriamente, no obstante ser un fiasco y costar tanta sangre, se celebra cual fiesta y nos hace descansar tres días en medio de la heroicidad cotidiana. «Horizonte» no está referido a la mañana de la Santa Ana, sino a un acontecimiento posterior que también evocan los libros como hazaña incuestionable. Póngase el salvavidas y lea.
HORIZONTE
Sobre cubierta una lona con escamas de pretéritas pesquerías. Bajo el toldo una mujer medio ahogada por el calor de una hora de encierro. Una bota se escurre por una hendija para propinarle un cariñoso puntapié.
—Ya puedes salir, nena. Hemos dejado atrás el faro y su respectiva guardia costera.
—¡Un día de estos se agotará mi paciencia! No sé a qué tanto misterio, si al final todos conocen de este romance.
—Pero nadie lo relaciona con mi salida del puerto. El misterio se mantendrá para bien de nuestras familias y de mis negocios con la Schuylkill Products Company. Confían en mí, no en balde me hicieron dueño de este yate.
—¡Yate que nombraste como tu abuela y no con el alias, el seudónimo, el sobrenombre de esta que está aquí, que te soporta desde 1943, cuando lo botaron al agua! ¡Más de una década tolerando semejante humillación!
—¡No te refieras así a tan venerable anciana! Bien merece grabar en proa el tierno apodo con que mis hermanos y yo nos dirigíamos a ella.
—¡Lo de venerable lo dirás por la cantidad de enfermedades venéreas que le pegó a tu pobre abuelo! ¡Si tanto quieres a esa vieja y a esta menesterosa embarcación no estarías tan desesperado por venderla!
—El money, darling. Me hace falta esa plata.
—¿No has pensado que este amasijo de tablas pudiera valer un dineral en un futuro?
—Como no sea para exhibirlo en un museo como símbolo de lo que no debe hacerse en materia de construcción naval. Si se pretende que una nave logre ante las olas una estabilidad tal que impida que un hombre caiga al agua…
—¡Pero eso no ha pasado!
—Ya pasará. Si no quieres ser la primera en sufrirlo, ponte el ajustador. No me gusta verte caminar los trece metros entre popa y proa con ese par de tetas al aire.
—¡¿Y eso qué?! No se ve un alma en millas náuticas a la redonda.
—De imaginar a decenas de machos sobre nuestro yate, mirándote con lascivia… Sería capaz de caerles a tiros, aunque la historia no me absuelva luego.
—Deja la violencia, honey. La embarcación es turística, no de guerra. Descarto un arma a bordo, salvo el cuchillo que trajiste para pelar naranjas, único manjar que me reservas como recompensa por nuestra arriesgada travesía. Pelarlas será al parecer mi única diversión, te pasas el tiempo oteando el horizonte.
—¡Si no te gusta ver más allá de tu corta vista, léete el periódico que dejé en el camarote!
—¿Para qué? Dice lo mismo todos los días. ¡Increíble no te aburras con tanta noticia insípida! Ese diario es el vivo reflejo de la modorra en que vivimos. Solo falta que se nombre también como tu abuela.
—Veremos si te refieres así a la embarcación y a la anciana madre de mi madre cuando disfrutes de los cincuenta mil pesos que me pagará el mexicano ese por su adquisición.
—Puesta a escoger, preferiría tomáramos rumbo sureste y nos diéramos una vuelta por el Caribe… A Cuba.
—Conllevaría una semana de recorrido en este inseguro yate. Sería un fiasco aun si informáramos con antelación de nuestro arribo, llegaríamos dos días después de la fecha anunciada. El yate encallaría de tal manera que el territorio de nuestro naufragio sería bautizado con el apodo de mi abuela.
—Cuestión de proponérselo, my dear. Decirse: «Si salgo, llego. Si llego, entro. Si entro, triunfo».
—La cuestión no es solo esa. Cualquier playa de las Antillas representa arrobas de sol cayendo sobre tu espalda. Terminarías demasiado colorada para mi gusto.
—¡Qué cansada me tienes! ¡Este yate pide a gritos un violento cambio en el orden de cosas! ¡Ojalá lo compre un tipo joven, alto, inteligente, con los cojones que tú no tienes para emprender un itinerario de ensueño que me lleve al menos a un manglar cundido de mosquitos, pero sin ti! ¡Mira, pon proa a barlovento, que lo último que me falta para completar el día es que tampoco podamos regresar a Tuxpan!