(Tomado del muro de Facebook de Jorge Fernández Era)
La Habana.- Cuando terminé la primaria en 1974, tenía méritos para solicitar mi ingreso en la Lenin. Eso hice. La Vocacional había sido inaugurada en enero de ese año por Fidel y Brézhnev. Era el sueño de cualquier muchacho y familia habanera. En ella se concentraba la excelencia del sistema educativo.
Publicadas las listas de los seleccionados, y sin recibir aviso alguno para la correspondiente matrícula, mis padres me prepararon sicológicamente para comenzar la secundaria en una escuela inmensa tres cuadras más arriba.
Un día nos toca la madre de un amigo y compañero de aula y nos aconseja averiguar en «la provincia». Había visto en el mural de los agraciados con la mejor escuela de Latinoamérica un nombre que le sonaba parecido al mío: José Hernández Eva. Y sí, era Era. Poco faltó para, por la gracia de una secretaria, el futuro «gracioso» no se sumara a los restantes 4499 estudiantes.
Mamá fungía como asesora nacional de Español y Literatura, había elaborado el plan de estudios de la asignatura y era una de las personas de confianza del entonces ministro de Educación, el Gallego Fernández. Hago la anécdota porque el dato se torna asombroso hoy, cuando semejante posición puede ser garantía de fácil acceso de los hijos a la escuela que le venga en gana a sus papás.
La Lenin fue mi primer encontronazo con las dádivas a maestros y directivos. Eran visibles e institucionales. Abundaban allí los «hijos de papá», atendidos de manera diferenciada y escandalosa.
«Revisionismo» lo escribí hace años. Está incluido en mi libro «Cruentos de humor». Dice algo de ese actuar entronizado en nuestra sociedad, donde la salud y la educación son «gratis», pero cuestan, no al Estado —la paga el pueblo con lo que se le explota—, sino a los ciudadanos, a menudo obligados a comprar la buena atención con «donativos» a doctores y maestros. Hablo de sectores que el Gobierno aún esgrime como bandera de las «excelencias del socialismo». Remitirse a otros es hacer interminable esta introducción.
Luchar por desnudarnos en nuestras mezquindades, por revisarnos de arriba abajo, es la causa de que a casi medio siglo de la inauguración de la Lenin pretendan que no salga a la calle a visitar a mi amigo o a visualizar murales.
REVISIONISMO
Mamá y papá asistieron hace tres semanas a la reunión mensual en la escuela. No me dijeron qué regalo llevaron esa vez al director. Mi maestra, quien también cogió lo suyo, tuvo la amabilidad de explicar a los padres los objetivos de cada asignatura en el mes en curso. Dictó además a «los elegidos» el contenido íntegro de las preguntas escritas, trabajos de control y pruebas finales.
Mis progenitores emprendieron la localización de los pocos vecinos que poseen Internet en su trabajo o conexión ilegal en casa. Se gastaron una fortuna pagándoles por el servicio. Cocinaron un gran ajiaco de Wikipedia, Google o cuanto buscador encontraron en sus indagaciones. De él me nutrí yo dos días antes de los exámenes para mi estudio individual.
Cabía esperar con tanto esfuerzo que sacara una nota altísima, pero dice la profe que me suspendió porque no tuvo más remedio: la inspección cayó justo el día en que revisó mis respuestas. Alega —ella no: un tipo ahí que es asesor nacional de la asignatura— que mis puntos de vista sobre Historia de Cuba tienen mucho de estereotipos de la prensa extranjera, además de adolecer de puro pensamiento burgués. Y —remató— están permeados de ideas revisionistas. Quiere decir que mamá y papá no revisaron bien. Para la segunda convocatoria tendré que exigirles más.