Por Jorge Sotero
La Habana.- Desde hace años, los economistas del castrocomunismo buscan una solución a los problemas de la isla, que no son de ahora ni fáciles de resolver, sobre todo porque los que gobiernan no tienen la más mínima intención de soltar el poder, y en esas condiciones todo parece poco menos que imposible.
La crisis no es de ahora. Viene de décadas y se acentuó, sobre todo, con la caída del muro de Berlín, hace casi 35 años, cuando el campo socialista, sobre todo la URSS, cortó el suministro a La Habana y el gobierno no tuvo más remedio que apañárselas a solas por un tiempo, hasta que descubrieron un filón en la Venezuela de Hugo Chávez y allí se colaron para estirar un poco más el suplicio.
Desde principios de los años 90 y a una velocidad acelerada, el gobierno cubano cerró la mayoría de las industrias de materiales de la construcción, los prefabricados, las plantas de edificios altos, y las productoras de acero pararon por plazos que luego se convirtieron en eternos. En los campos desaparecieron los tractores, los cañaverales se perdieron y comenzó el cierre paulatino de los centrales azucareros.
Una industria pesquera que contaba con unas decenas de barcos para capturas en altamar, desapareció. También se acabaron los pequeños barquitos para la pesca en la plataforma. Las grandes empresas ganaderas se esfumaron. Algunas, que producían millones de litros de leche al mes, terminaron por alcanzar esa cifra en un año, mientras los terrenos de pastoreo se llenaban de marabú y la masa ganadera decrecía a pasos acelerados.
Los campos que otrora tenían caña o frutos menores, se volvieron baldíos. Los obreros agrícolas se murieron o desistieron de trabajar la tierra, y los productos del agro se encarecieron sobremanera, en tanto el gobierno pensó que con lechugas y rábanos en organopónicos iba a resolver el problema de la alimentación.
También desapareció la industria textil, la de talabartería, incluso la del plástico. Las fábricas de conservas, sin envases ni materias primas, cerraron sus puertas, mandaron a los trabajadores a casa y luego se cayeron a pedazos. A los gobernantes se les ocurrieron varias ideas: potenciar el turismo, pasar todas las empresas más o menos rentables a las Fuerzas Armadas, y tratar de que con lo que dejaran los extranjeros, más la venta de un poco de tabaco, rones y langosta, conseguir lo necesario para vender en las tiendas.
La doble moneda -la época del CUP y CUC- agobió no solo a las empresas, que trabajaban incluso con dos más (el CL y el dólar), en caso de que tuvieran que comprar en el exterior, sino a las familias, que no encontraban forma para salir adelante, incluso ni para garantizar qué poner en la mesa a la hora de la comida.
En esos tiempos abrieron -o quisieron- las puertas a empresas extranjeras, pero siempre, de una forma u otra -y salvo en el turismo- el negocio quebró, porque el inversor no encontró forma de recuperar su inversión o de llevarse sus ganancias. Parecía el cuento de nunca acabar, marcado por el burocratismo y el vacío constante de la Caja Central, que nunca tenía fondo para pagar al empresario foráneo.
Lo de la Zona Franca del Mariel, con puerto y todo, fue un fracaso. Las empresas en manos del conglomerado GAESA, subordinado totalmente a la familia de Raúl Castro a través de su exyerno Luis Alberto Rodríguez López-Callejas, otro tanto. Y encima de eso, llegó la pandemia de coronavirus.
En ese momento, en lugar de detener cualquiera de esos cambios locos que se le ocurren de vez en cuando a los regímenes dictatoriales, el gobierno decidió poner en práctica el famoso Ordenamiento, y terminó por lanzarlo todo al vacío. Sacaron de circulación el CUC pero apareció el MLC. Abdicaron del dólar y tuvieron luego que abrirle las puertas. Las tiendas se vaciaron y ya no tenían ni aquella incipiente oferta de antaño. Ahora solo bebidas, algunas conservas y nada más. La carne desapareció, el arroz multiplicó su precio por tantas veces como nadie nunca imaginó, y entonces la reforma salarial que llegó aparejada al Ordenamiento, se convirtió en un problema más.
El Covid espantó a los turistas, a pesar de lo cual el gobierno se aferra a su política de seguir construyendo habitaciones en los principales polos, con hoteles lujosos, caros y altísimos, sobre todo en La Habana. Todo eso en momentos en que los cubanos, de cualquier edad, apostaron por irse del país. Tomaron un avión y se fueron a cualquier parte, lo mismo a Europa, a Suramérica que a Estados Unidos. Poco les importó la situación del lugar al que llegaban, ni su estatus, solo querían huir de Cuba.
En julio de 2021, poco antes del éxodo masivo, para el cual se prestaron Nicaragua y Venezuela, el pueblo lanzó una señal de alerta. Más de medio millón salió a las calles a pedir libertad, y las hordas castristas reprimieron y encarcelaron. Sin piedad y sin pruebas golpearon y mandaron a cientos de jóvenes y adolescentes a las prisiones, pero eso no resolvió el problema económico ni la estabilidad del sistema ni del régimen.
A dos años de aquellos sucesos, la situación es peor. El hambre dio paso a la miseria más absoluta, a la depauperación de todo y aunque los gobernantes intentan mandar señales optimistas por una supuesta reconciliación con los rusos, lo cierto es que Cuba está condenada, la economía en un callejón sin salida, y el gobierno marcado para siempre.
El país está enfermo. Los hospitales se caen a trozos, los maestros no quieren ir a las escuelas, los policías y los militares piden la baja -aunque se las retienen- los jóvenes no sueñan con la universidad sino con emigrar, y crecen la pillería, los asesinatos, los robos y los asaltos, a veces a niños y ancianos.
Cuba necesita un cambio urgente, porque, de lo contrario, podría convertirse en otro Haití, un país ingobernable, donde las mafias y las bandas armadas controlan todo, luego de que una dictadura criminal, la de los Duvalier padre e hijo, se lo robó todo. Casi lo mismo que está pasando en Cuba.