Oscar Durán.- Cuando José Luis Ramírez salió de Cuba, Fidel Castro estaba alertando a los cubanos sobre la inminente caída del Campo Socialista. Gudelia, su mamá, despedía a su hijo en el aeropuerto José Martí y ahí mismo se desvanecían todas las esperanzas de volverlo a ver. Treinta y tres años después, José Luis está junto a su madre en La Mimosa, comiendo una pizza cubana, después de viajar desde Miami a La Habana en un vuelo de American Airlines.
El hijo de Gudelia se graduó en Filosofía e Historia en 1981. Como fue el mejor expediente de su generación, se quedó trabajando como profesor en la universidad. Separado de su primera esposa, comenzó a llevar una vida bohemia. No salía de 23 y G, iba todos los días después de las nueve de la noche.
En noviembre de 1989, le llega un viaje a Canadá por la universidad. La noticia a Gudelia le cayó como una bomba, sabía las intenciones de José Luis. Las madres siempre se preocupan, y mucho más si se trata de un hijo que intentó suicidarse cuando tenía 16 años porque cayó en una depresión terrible.
Si con una persona yo aprendí de la vida, fue con José Luis. Una vez nos bebimos una botella de vino y me dijo par de cosas interesantes que siempre llevo conmigo:
-”Las palabras tienen un peso importante en las personas. Fidel Castro es un dictador y enreda al pueblo con la boca. No le hagas caso nunca”.
-”Trata de graduarte en la universidad de lo que sea. No puedes quedarte sin conocimientos. La gente se aprovecha de la ignorancia de los demás”.
Así se fue José Luis de la isla, odiándola. A los dos días de llegar a Canadá, se entregó en la frontera con Estados Unidos y enseguida estaba en Miami. A empezar de cero en un país con un pasaporte oficial y 30 dólares en su bolsillo.
Hizo de todo en los primeros años como inmigrante. Mientras a su mamá la apartaron del trabajo porque su hijo era un traidor, José se sacaba la mugre trabajando en la construcción cobrando cinco dólares la hora. Vivía en un Efficiency en el ghetto de Hialeah. Por aquellos años, cuando los cubanos estaban a las puertas de vivir unos de los momentos más difíciles de su vida, el hijo de Gudelia poco a poco encaminaba el rumbo en el mismísimo primer mundo.
Gracias a sus excelentes dotes como académico, nada más recibió la residencia permanente, comenzó a trabajar como profesor en un colegio. Cambió a sus alumnos Yuniesky, Yersander, Yulisán y Yoana, por los Jean Paul, James, Joseph y Noah.
Pero como el ser humano se cansa de lo mismo, después de ocho años, José Luis ya no quería seguir impartiendo conocimientos. Fue entonces cuando un amigo le propuso un negocio relacionado con el combustible y por ahí vino el derrumbe en su vida. A los “yumas” tú le puedes quemar un parque o bombardear la Casa Blanca si quieres. Poco te pasará. Pero no juegues con su dinero, porque no entienden con eso.
Así cayó José Luis en la prisión. Le metieron 26 años por las costillas. Más nunca se supo de él. Gudelia adelgazó mucho, pero siempre tenía ese presentimiento de que su hijo un día aparecería por la puerta y se abrazarían como dos niños chiquitos.
Hace dos años, a José Luis le dieron la libertad. Cuba está peor que como la dejó en 1988. Fidel Castro está muerto. Hialeah está lleno de cubanos y de comunistas encubiertos. A la isla la gobierna un tipo puesto por Raúl Castro. Desde que José Luis llegó a los Estados Unidos, han pasado tres Papas por la Mayor de las Antillas y ninguno ha logrado que Cuba se pueda abrir el mundo y mucho menos que el mundo se abra a Cuba.
Muchos años atrás, José Luis decidió en la prisión regresar a Cuba una vez estuviera libre. Ya no tiene la misma edad y en el norte no levantará cabeza después de halar 9 490 días en una cárcel. Entonces aterriza en La Habana con 2 550 dólares que le regala un amigo y dice estar preparado para empezar una nueva vida en un país donde todo está viejo y destruido.
Hasta ahora, no les había dicho cómo es José Luis físicamente. Aunque los años le han caído, sigue siendo un tipo de 1.80 cm. Mulato, de ojos saltones y con una barba blanca muy desatendida. Ya casi no le quedan pelos en la cabeza y en su brazo izquierdo tiene un tatuaje con una frase de Platón: “no son los ojos los que ven, sino lo que nosotros vemos por medio de los ojos”.
Ese día Gudelia estaba cosiendo un blúmer porque un ratón le abrió un hueco. Siete minutos atrás pasó una vecina con cinco cebollas en un recipiente y le dijo: “¿tú sabes lo que es dar 350 pesos por esta mierda? ¿Hasta las dónde, mi amiga?” Gude solo se rió, como diciendo: “por lo menos tienes la posibilidad de comprarlas”.
Casi terminando la última puntada al blumer, llega un taxi amarillo con unas cuantos 5 en las puertas. Se baja José Luis del auto y le dice a su madre: «¿ya está el almuerzo?”. Desde 1988, Gudelia esperaba oír esa voz. Su hijo, su único hijo está de vuelta y es para siempre. Se abrazaron, lloraron, se volvieron a abrazar y no se soltaron como por 10 minutos seguidos. A los 87 años, por primera vez Gudelia sintió que Dios estaba con ella. “Ya me puedo ir tranquila, mi hijo”.
“Cambíate de ropa que nos vamos a comer ahora mismo a La Mimosa, un lugar recomendado por un amigo de los años”.
Cuatro meses después, Gudelia muere. José Luis queda solo de nuevo. Nunca pensó perder a su madre tan rápido y, mucho menos, ver un país a punto de hundirse completamente. Salió de una prisión para estar en otra. Un condón cuesta más de 100 pesos y una libra de pollo casi 400.
Ya solo le quedan 30 dólares en el bolsillo -la misma cantidad con la que llegó a Estados Unidos-; José Luis se aturde y su mente se nubla. Coge una soga y se ahorca. Al final, como buen filósofo y seguidor de Platón, entendió que el ser humano debe buscar para sus males una causa que no sea Dios.
De esta forma terminó la vida de José Luis. Tenía mucha razón cuando me dijo aquella vez que nos tomamos una botella de vino. “cuando regrese a Cuba, será para siempre”.