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(Tomado del muro de Facebook de Jorge Fernández Era)

La Habana.- Hace días mi móvil presenta dificultades en su funcionamiento, atribuibles al férreo bloqueo que ejerce el gobierno norteamericano. Los dueños y creadores de Facebook, Whatsapp y Google se abrogan el derecho de bloquearnos el acceso. Ayer fue el colmo. Hasta los íconos fueron eliminados. Eso sí, la CIA comete cada errores: mira que excluir Transfermóvil e impedirme la compra de la cerveza de rigor que me disparo para autorreprimirme cada vez que salgo intacto de la unidad de Aguilera.
No estaba al tanto, por la razón antes descrita, de lo que pasaba en Matanzas con mi amiga Alina Bárbara López Hernández. Ella prometió protestar pacíficamente hasta que alguien le explique —y le derogue— la prohibición de salida del país que también me ha sido impuesta. Alina fue invitada a un evento en Estados Unidos. Yo debí volar ayer a España junto a mi esposa —con visto bueno de la Uneac, asociación a la que seguimos perteneciendo— para participar durante un mes en el lanzamiento de varios libros. Ni a Alina ni a mí nos permiten salir. Nos ponemos como nos ponemos porque somos como somos, cuando solo cabe agradecer a las autoridades la oportunidad de contribuir a las transformaciones que impulsa el presidente para arribar al 2030 con el país sóspero y prostenible.
La Ley de Proceso Penal es enfática en cuanto a causas por las que se impone medida cautelar de «prohibición de salida del territorio nacional»: a) En delitos que conlleven reparaciones materiales o indemnizaciones de perjuicios de elevadas cuantías, a favor de víctimas o perjudicados, o del Estado; b) en hechos de elevada lesividad o repercusión social; c) en delitos en que se cause graves daños a la economía del país; d) en cualquier otro caso en que existan razones fundadas de que se va a intentar abandonar el territorio nacional.
No hablaré por mi hermana Alina, tan cabecidura que sabrá lo que hizo para merecerlo. A mí me ha sido impuesta con toda justeza. Aprovecho el apagón digital y la prisión domiciliaria para hacer «reparaciones materiales» en casa. «Elevada lesividad o repercusión social» tiene negarme a asistir a dos citas en que malgasté 0,027864 metros cuadrados de papel en medio de contingencias en que no hay pulpa para presentar en la Calle de Madera los libros que edité en la península ibérica. Causé «graves daños a la economía del país» con el combustible que se empleó para trasladar a los agentes que supervisaron mis protestas frente al Martí del Parque Central. Qué mayor «razón fundada de que intentaría el abandono del territorio nacional» que saberme invitado a merodear la Puerta de Alcalá.
Ya expliqué mi asistencia el día 8 a la Unidad de la PNR de Aguilera. Allí se me informó que mi instructor de cargos está de vacaciones. No logré —no me lo hubiera perdonado— privarlo de estas, pero la Seguridad del Estado sí. Me citó ayer a las 10:00 am para una «entrevista». Con la aprobación de la Ley de Comunicación Social, el Minint cambia su misión y se convierte en un pujante órgano de prensa.
Rogué me fuera trasladada la cita para otro día. En Toledo 2 me esperaba mi hijo por visita reglamentaria. A punto de agradecer el interés que se tomó la PNR en facilitarme las cosas —«Te esperamos a las 4:00 pm»—, caí en que quien les abrió las puertas fui yo: suprimí involuntariamente la posibilidad de solidarizarme con Alina desde La Habana. A ella no solo se le impidió su protesta en el Parque de la Libertad yumurino, sino que fue detenida arbitrariamente por espacio de diez horas así porque sí, como hace el glorioso DSE, entidad que nos cortó las alas ayer a dieciséis personas.
El honor que me deparó Lawton fue inmenso. A mi instructor de cargos lo acompañaba de completo uniforme una oficial del Departamento de Seguridad del Estado. No los abrumaré con las casi tres horas que duró el encuentro. Abrumada mi esposa al darme por desaparecido: en un recinto nada extenso como la Unidad de Aguilera nadie supo informarle dónde coño me tenían.
La idea central fue obvia: conminarme, aconsejarme, exigirme que no volviera a repetir mis salidas de casa para pasarla bien —cuatro según mis entrevistadores; aclaré que muchas más—. No se cuestionó mi talento para armar coreografías junto a los colegas del cabaret Parisién. Hubiera culminado el convite en el salón de protocolo de Aguilera como la fiesta del Guatao: sin baile y con sabrosura.
El mensaje fue transparente: en el año que queda de «reclusión domiciliaria», mientras fiscales y compañía investigan las «complejas circunstancias» de mi caso, solo asistiré al trabajo que no poseo y al hospital al que iré a mitigar el sobresalto que me produce «no haber sido sancionado aún». Si algo logré —la conmiseración existe— es que me autoricen a botar la basura en los horarios establecidos. Y todavía me quejo.
Notarán los lectores el profundo respeto con que me refiero a la oficial de la Seguridad del Estado que me maltrató de palabra. Más que respeto es terror. «No te autorizo —apuntó— a citarme en cualquiera de tus escritos en las redes». Como no sé dónde está la OFENSA (Oficina Facultada para Empoderamiento o Ninguneo de Sapingos Acusadores), no intentaré obtener el visto bueno.
Me amenazó con llevarme a los tribunales por «desacato» si oso citar su nombre y cargo en Villa Marista. No domino los entresijos de las leyes —«Usted no sabe nada de nada», repitió una y otra vez la susodicha—. Siempre he creído que «desakato» es la tendencia de las empresas constructoras cubanas a carecer de equipos para levantar y mover cargas pesadas. Ella es una: qué porte, qué hidalguía, que vozarrón, qué manera de demostrar con poses sus «convicciones políticas».
El miedo existe, lo tengo. Muy fácil reclamar que mencione aquí su nombre, que se la ponga en bandeja de aluminio para otra sesión de interrogatorios o una imputación que eleve el monto de mis multas y me conduzca a una «oficina» más oscura que aquella en que me hizo talco. Pero piensen en las consecuencias que para mí tendría confesar que la compañera es nada más y nada menos que la teniente coronel Kenia.

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