(Tomado de las redes sociales)
La Habana.- ¿Qué tienen en común la vendedora de frituras, el que repara motos eléctricas, el dependiente de la paladar, y la peluquera? Muy fácil: tienen un título. La vendedora de frituras es licenciada en educación, el que repara motos eléctricas es licenciado en cultura física, el dependiente del paladar es médico, y la peluquera es licenciada en estudios socioculturales.
También tienen otra cosa en común: hijos adolescentes. El hijo de la peluquera y la hija del dependiente ayer llegaron a sus respectivas casas con la boleta para solicitar las carreras universitarias.
Lo que no saben estos padres, que han sacrificado tanto por sus hijos para que estudien, es que su discurso sobre la importancia de tener un título ha caído en saco vacío. El hijo de la peluquera, con sus 17 años, ha entendido que «la cosa» está mala, cría palomas y las vende, y con ese dinero compra cigarros y los revende. El muchacho aprendió rápido y así ayuda a su mamá, por las noches se hace el que estudia, pero su verdadero sueño es que lo reclame el padre que no lo crió.
La hija del dependiente de la paladar, a pesar de que toda la familia ansía que estudie medicina, quiere ser influencer, viajar, ponerse ropa bonita, en fin, lo que le pasa por la mente a las adolescentes, y saca en Instagram unas cuantas fotos picantes para ver qué pez cae en la red, y si tiene pasaporte, mejor. Total, si su papá estudió por gusto, gana más sirviendo platos que salvando vidas.
Es muy fácil decir que la juventud está perdida, pero ¿qué le podemos recriminar a esta generación que ve el sacrificio de sus padres en vano? Aunque siempre existirán muchachos que se sientan llamados a alguna carrera, lo que prima es el desencanto y la desmotivación ante el estudio, porque saben de antemano que no les será útil, excepto en el caso de los que pretenden emigrar solicitando becas.
Tal vez estudien un mes antes de la prueba de ingreso, malgastando el dinero de sus padres en clases particulares, para aprobar y que les “llegue algo”, y ese algo, más mal que bien, pasarlo cinco años hasta obtener el ansiado título, para complacer a la familia. Luego buscar un buen trabajo donde “resolver”, estar en la lucha, montar un negocio o brincar el charco, hacia donde sea.
Desapruebo las generalizaciones, pero un gran porcentaje de los jóvenes no contempla ser profesional como una opción que les garantizará una vida digna.
Sería necesario conocer la imagen de éxito que existe en la percepción de la juventud cubana. El tipo negociante, el pillo, el que está en la “búsqueda”, es uno de los patrones asumidos. El pollo de este arroz con pollo, el eje de este problema, está en las pocas opciones de empleo bien remunerado.
El gran peso en la pérdida de credibilidad para la opción de una vida profesional radica en la disparidad entre el trabajo y el salario. No pasa en todos los casos, puesto que hay profesiones que son mejor remuneradas que otras, y también está en la “suerte”, por decirlo de alguna manera, de encontrar un trabajo que esté vinculado a las divisas o al turismo, aunque actualmente el turismo es un sector en picada.
Por el contrario, otras profesiones tan vitales como las vinculadas a la medicina y el magisterio son remuneradas precariamente, evidenciándose una asimetría entre el valor del trabajo y el salario. Sin ser experto en economía, cualquier cubano sabe que la pirámide está invertida y que la licenciada en estudios socioculturales, que tanto gustaba de hacer trabajo de campo en las comunidades rurales, tuvo que convertirse en peluquera. La maestra de cuarto grado y el profe de cultura física, que disfrutaban muchísimo enseñando a los niños, permutaron de sitio; ahora ella vende frituras a una cuadra de la escuela y el profe le arregla la moto a los padres de sus exalumnos.
En este triste cuadro llegó una variable más a enterrar la pirámide: el apartheid económico de la MLC, que ha dividido a la población cubana en dos: el que puede comprar en la tienda y el que no.
Por eso, cuando a estos muchachos les preguntan qué quieren estudiar, es muy difícil refutar sus argumentos: “¿Qué importa un título, si Fulanita, que nunca estudió ni se esforzó, tiene a sus tíos afuera que se lo mandan todo y vive como Carmelina?” “¿Qué importa un título si para ir a un lugar medianamente decente hace falta cuatro veces el salario de un profesional?” “¿Qué importa un título si el salario se gasta completo en minutos?” “¿Qué importa un título si no garantiza la prosperidad?”
Estaremos totalmente concientes de esta » realidad» .