O te callas o te rompo la cabeza…

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(Tomado del muro de Facebook de Eduardo González Rodríguez)
Santa Clara .- Cuando una persona no come, se enferma, y cuando se enferma, hay que llevarla al hospital, hidratarla, de manera que la falta de alimentos no termine colapsando los dos órganos fundamentales de su anatomía: el corazón y el cerebro (o el cerebro y el corazón, cada cual se encargará de ponerlos en el orden que más le cuadre a su sensibilidad) Cuando una persona se enferma, a nadie con dos dedos de frente se le ocurre golpearla. Quizás esa persona no encuentre suficiente solidaridad entre esos “alguienes” que ayudan a los desvalidos con una bolsa de pan, diez huevos o un paquete de pollo, pero a esos otros “alguienes” que pasan, miran, y siguen de largo, por muy negro que tengan el corazón, tampoco se les ocurriría golpear a un hombre enfermo.
Decía Jesús de Nazaret “¿qué hijo le pide al padre pan, y el padre le da una serpiente o una piedra? En verdad os digo que mil veces más amoroso en mi Padre que está en los cielos.” Cuando mi hijo me pide pan (jamón, queso, galletas María y jugo de manzana… porque lo pide, ¿saben?) me lo llevo a caminar al monte, a mostrarle que la yerba está creciendo, que en el tronco quemado de los arboles están saliendo ramas, que los pájaros regresaron a beber agua a la charca y que tenemos que pescar algo para hacer la comida que más les gustaba a los vikingos (enchilado) -en realidad no sé si los vikingos comían eso-. Y no es un engaño al estilo La vida es bella de Benigni. Simplemente estoy muy claro de que, en cualquier circunstancia, hay que salvar dos cosas en la anatomía del ser humano: el corazón y el cerebro.
Cuba, ahora mismo, está enferma y es tan grande que no me la puedo llevar al monte. Hay tanto odio adentro y afuera que casi todo se resuelve con una mentira o un trancazo. Soy de los tipos que luchan por sobrevivir con la poca economía que padecemos en los últimos tiempos. Para poder comprar lo que hace tres años era cotidiano, hoy tenemos que hacer una reunión, revisar las prioridades, incluso, la mayoría de las veces no comprarlo. Pero yo, al menos, tengo el monte. Lo he dicho mil veces, he aprendido más de la naturaleza que de los hombres. Y cuando digo que hay tanto odio adentro y afuera, es porque éste es un nuevo tipo de odio, no es el “no soporto tenerlo a dos metros de distancia”, ni el de “quisiera romperle la cabeza”, no, es decir sonriendo que los odiadores son los otros, aunque ardas en deseos de matarlos. No es el odio explicito, es el odio implícito el que nos está matando.
El viernes fui a comprarle un paquete de galleta a mi hijo a un kiosko que tenemos cerca de la casa. Había una mujer bastante joven con un niño de tres o cuatro años. Me di cuenta de que la mujer intentaba convencerlo en voz baja de algo, pero el niño estaba a punto de comenzar una perreta. Entonces ella explotó y a voz en cuello le dijo “¡repin… que no tengo dinero, coj…! ¡Cállate la boca o te voy a romper la cabeza!”. Lo tiró del brazo y se fueron. El niño dando gritos y ella vociferando oprobios del gobierno. Le dije a la vendedora -que casualmente fue mi alumna y cambió de profesión cuando “la cosa” comenzó a ponerse mala- “si ahora mismo pasa una patrulla, se la llevan. Y se la llevan porque su rabia no es con el niño, su rabia es por el dolor de que el dinero que le pagan no le alcance y de que su hijo tenga que sufrir por una cosa tan elemental como un caramelo o un paquete de galletas”. La gente que los miraba veían a una mujer enajenada, enrabietada, injusta. Yo vi la tremenda bronca que tenían el corazón y el cerebro dentro de su cuerpo. Yo vi auna mujer enferma. Estoy seguro de que los dos, madre e hijo, llegaron llorando a su casa. Y es eso, a veces es muy duro que cuando un hijo pide pan, aunque no le des una serpiente o una piedra, no puedas darle el pan.
En algún momento de mi vida le hablé a muchísimas personas de un amigo extremadamente inteligente que quería que se incluyera una asignatura nueva dentro los programas escolares: la Absurdología. Yo le encontraba mucho sentido. Una de sus máximas decía “queremos promesas, basta ya de realidades.” Igual yo quise cambiar aquello de que las ideas no se matan. Siempre me pareció una frase tonta que justificaba la matanza de los cuerpos. Me hubiera gustado más “los cuerpos no se matan”. Al final, la única manera posible de matar a una idea es con la pistola de los argumentos. Quizás, viéndolo así, podríamos salvarlo todo, las ideas y el cuerpo. De lo contrario, seguiremos viviendo en una sociedad donde ponemos la rabia donde va el pan y los palos donde deben ir los argumentos.

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