El Raúl San Miguel que yo conocí

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Por Jorge Sotero

La Habana.- Con la edición de este domingo se estrena como director de Tribuna de La Habana Raúl San Miguel. El comité provincial del Partido Comunista lo decidió así y el hombre, que ya era subdirector, dio el “paso al frente” sin meditar en las consecuencias.

Pero eso de las consecuencias es relativo, porque él sabe que llegó, como los lobos, a jefe de manada. Y que tendrá algunas prerrogativas y ventajas, entre ellas un auto y gasolina, por un tiempo más. Hasta que los mismos que lo pusieron decidan que no es la persona idónea para hacerle el juego y le digan que hasta ahí llegó.

Conocí a San Miguel en un curso para periodistas. Cada día, cuando terminábamos aquella especie de conferencias, nos íbamos a caminar por cualquier lugar y hablábamos de disímiles cosas. Por entonces, él era jefe de Información del periódico El Habanero, un medio de prensa que ya desapareció, porque servía a los intereses del régimen en La Habana campo, como le decían a la provincia que arropaba a la capital por el este, sur y oeste.

San Miguel vivía en Jaruco, creo. Y daba los viajes todos los días, aunque alguna vez se quedaba en Marianao, donde había nacido y donde residían sus padres. En Jaruco no tenía casa, según me contaba, a pesar de que, por años, insistió en que lo ayudaran a edificar una. A grandes rasgos me dijo siempre que su situación era delicada.

Tenía planes por entonces. Quería escribir novelas de temática social, en las que se reflejara la realidad del cubano de a pie, la pésima situación social de la isla, los problemas con la vivienda, la segregación racial, a pesar de la campaña gubernamental para empoderar a los negros, entre muchas otras cosas.

Raúl también escribía poesía. Admito que su prosa no era buena, pero la poesía era peor, aunque él siempre fue buena persona. Era tímido, muy callado, y en las clases, cuando le preguntaban, a veces le costaba sincronizar bien sus ideas y terminar antes de que le pidieran que lo hiciera.

No tomaba casi nunca, y cuando lo hacía se convertía en un hombre diferente, más alegre, sacaba a relucir más emociones, y hablaba mucho.

Cuando terminamos aquel curso, que yo lo hice hospedado en El Costillar de Rocinante, el hotel que tiene la Unión de Periodistas en G y 21, nos invitamos a unas cervezas. Y aquel día me confesó que quería irse de Cuba, que no soportaba más la situación y que estaba a la búsqueda de opciones en España, donde había conocido a una ‘temba’ que se quería casar con él para llevárselo.

A mí me pareció una buena opción y se lo dije: “Acá no se puede vivir”, le confesé. Y aún distábamos mucho de la situación de ahora, pero era fácil darse cuenta de que, con el ritmo que iban tomando las cosas, todo se deterioraría. Tal como ocurrió.

Luego de eso, nos cruzamos mensajes por dos o tres años. Los contactos, con el tiempo, se hicieron cada vez más lejanos, y al final terminamos por dejar de escribirnos.

Un día, después de dejar mi Cumanayagua natal e instalado en La Habana, le escribo para encontrarnos y hablar un rato, y me respondió que estaba de cierre de periódico y que tenía mucho trabajo, que si yo quería nos veíamos el martes en El Cochinito de 23, como a las cinco de la tarde.

Fiel a mi costumbre de llegar temprano, estuve allí desde 15 minutos antes y él lo hizo en un destartalado Lada rojo a las 5.30. Nos dimos un abrazo, subí al vehículo y me fui con él a una casa por Nuevo Vedado. Nos tomamos unos tragos, me invitó a comer, hablamos un poco y, otra vez, me contó de sus planes: ya no quería irse a España, había dejado a un lado la poesía y los proyectos de novelas, y estaba dedicado en cuerpo y alma al Tribuna de La Habana, como segundo de Martha Jiménez.

Ahora, me acabo de enterar que lo nombraron director, y me doy cuenta de que el techo de las personas está a alturas diferentes. El de él se lo marcó en un triste libelo partidista que no tiene lectores, en lugar de sus libros y sus sueños en España.

Lo siento, amigo. Un día, tal vez no muy lejano, te darán una patada donde sabes y andarás por ahí, con las mismas camisas de ahora, solo que viejas y raídas, tal vez intentado conseguir un almuerzo en la Casa de la Prensa, el único premio que le dan a los que dedican su vida a cantar loas al castrismo.

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