Murió Heras León, buen escritor y mejor maestro

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Por Néstor Martell (especial para El Vigía de Cuba)
La Habana.- Murió este jueves Eduardo Heras León, uno de los primeros autores cubanos que leí. Aun recuerdo aquella primera vez con Los Pasos en la Hierba y cómo tenía que volver, en muchas ocasiones, a páginas que ya había leído para no perderme alguna escena, un pensamiento.
Por entonces yo era fan de Julio Verne, de Alejandro Dumas y Emilio Salgari. Y tenía pendientes de lectura algunos textos de Miguel de Carrión, que me había recomendado mi abuelo. Pero en la librería, por apenas 30 centavos, me encontré una mañana Los Pasos en la Hierba y no lo pensé dos veces. Y aún no me arrepiento, porque lo disfruté.
Ese libro quedó en mi casa, en un viejo librero donde, poco a poco, se fueron almacenando volúmenes y nunca más lo volví a leer. Tenía otras preocupaciones literarias y me había adentrado en las obras de los grandes escritores norteamericanos de siempre, como Hemingway, Faulkner, John dos Pasos, o T.S. Eliot.
Un tiempo después, tal vez una década, despierto temprano, enciendo el televisor y me encuentro con un curso de la Universidad para Todos, con Heras León y Francisco López Sacha como profesores. Nunca lo había escuchado y me gustó su disertación, al extremo de que quise participar de aquel taller literario. Y lo conseguí.
Al otro curso era yo parte de la plantilla del Taller de Técnicas Narrativas Onelio Jorge Cardoso, y tenía a Heras León como profesor. Automáticamente hubo química entre nos y, muchas veces, luego de terminar las clases, nos íbamos por ahí a conversar. En esos momentos me contó muchas de sus historias, de los momentos difíciles que pasó por aquellas primeras obras suyas, por la persecución de la policía, por la insistencia del gobierno en querer averiguar lo que pensaba o cuáles eran sus proyectos futuros.
Por entonces, intercambiamos unos cuantos libros. A veces, creo, tomaba los míos como garantía de devolución, porque me parecía que ya se los había leído. Otras veces, cuando yo me aparecía con alguna novedad, me llamaba a los dos días para decirme que ya lo había leído, y entonces me daba una disertación sobre la novela, el poemario, o la recopilación de cuentos de turno.
Un día, no tengo claro cómo ni por qué, dejamos de escribirnos asiduamente. Yo me enrolé en mis nuevas responsabilidad. Creció la familia. Lucy y Néstor necesitaban más cuidados, y la situación estaba cada vez más dura. En la casa comenzó a escasear todo y buscar la comida de los niños y mi esposa, y ayudar a mis padres y a mis suegros, era una tarea muy complicada, y me alejé de mi amigo.
Aún así, un día me lo encontré por 23, nos abrazamos, charlamos un rato y quedamos en vernos unos días después, previa llamada que ninguno de los dos hizo. Le prometí un libro, llevarle algunos cuentos que había escrito en los dos últimos años, para que los leyera y me diera sus consideraciones, aunque me había advertido que aprovechaba el tiempo que le quedaban leyendo cosas buenas o viendo películas de primera.
Y ahora me entero que ha muerto. No puedo más que sentir su perdida, desearle un eterno descanso, y lamentarme por no haberle grabado algunas de esas charlas geniales que tuvimos, en las que me contaba sus peripecias de fundidor en San José de las Lajas, en El Cotorro, lugares a los que fue a trabajar duro cuando no podía escribir, porque la censura revolucionaria, orientada desde la oficina de Raúl Castro, se lo impedía, y había que ganarse la vida.
Descansa en paz, Chino. Te vas, pero con nosotros se queda tu obra.

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