Por Fernando Clavero
La Habana.- Para la celebración de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad se detenían las guerras. Los bandos en conflicto pactaban una tregua en la cual ninguna de las partes podía sacar ventaja. Tras la lid, los soldados volvían a las mismas posiciones de antes de la competición y entonces se reanudaban las hostilidades.
En nuestro tiempo, son las guerras las que han impedido la celebración de más de unos Juegos Olímpicos. Por muy sana que sea la actividad muscular, pesó más el interés por apropiarse de nuevos territorios, por establecer dominios, que la competencia en sí.
Por otra parte, hubo ediciones olímpicas que arrancaron y terminaron mientras arreciaban los conflictos en cualquier parte, mientras unos países eran invadidos por otros, y sin que los dirigentes deportivos mundiales hicieran nada para impedir la participación de atletas del bando atacante.
Para poner un ejemplo, Mark Spitz se llevó al cuello siete medallas de oro en los Juegos de Múnich, Alemania, en 1972, mientras Estados Unidos arreciaba sus bombardeos contra Vietnam, en una guerra que se acercaba ya a las dos décadas, sin poder controlar al país indochino.
En 1980, el nadador ruso Vladímir Salnikov trituraba el récord olímpico de los 1500 metros, en los Juegos Olímpicos de Moscú, apenas medio año después del inicio de la invasión soviética a Afganistán. Ni el COI ni las federaciones internacionales impidieron la celebración de la competición, y, a pesar del boicot de poco más de medio centenar de países, muchos de los deportistas de estas naciones asistieron, y algunos ganaron medallas de oro.
A la memoria me vienen ahora el velocista británico Allan Wells, o el italiano Pietro Menea, o el marchista Mauricio Damilano, todo ellos ganadores de medallas de oro, sin que nadie se lo impidiera. Tampoco nadie le impidió a los deportistas cubanos asistir a esos Juegos, ni a Teófilo Stevenson ganar una medalla de oro en la división de más de 81 kilogramos del boxeo, su tercera olímpica, a pesar de que tropas cubanas llevaban cuatro años en Angola.
Ahora, luego de iniciada la invasión rusa a Ucrania, a los deportistas rusos, salvo a algunos tenistas, les impiden participar en competiciones internacionales. De pronto, como por arte de magia, el COI y las federaciones tomaron conciencia de lo desastrosas que pueden ser las guerras y decidieron que ni los deportistas rusos, ni los de Bielorrusia, aliado de Moscú, pueden incursionar en eventos deportivos.
Para mí es una prueba más del cinismo del mundo, de la hipocresía de los políticos, entre los cuales incluyo a los dirigentes deportivos, señores multimillonarios, manejados y manejables, que toman un rumbo u otro en dependencia de donde sople el viento.
Un deportista tiene una vida como atleta muy limitada, y una decisión así puede coartar el sueño de un niño de convertirse en campeón de gimnasia o patinaje, sin tener incluso ideas de lo que verdaderamente ocurre en Ucrania, sin compartir las acciones de su gobierno ni apoyarlas.
Para detener la guerra en Ucrania no hay que castigar a los deportistas. Hay muchas otras formas, sobre todo las diplomáticas, y emprenderla contra los deportistas me parece de una bajeza total, de un oportunismo inaudito, sobre todo porque los que dirigen se lavaron las manos durante mucho tiempo y ahora quieren tomar partido.
Por años, si mal no recuerdo, solo los deportistas surafricanos tenían prohibido participar en competencias internacionales. Me refiero a cuando el oprobioso régimen del apartheid imperaba en la más austral de las naciones de aquel continente.
El deporte, más allá de la ilimitada rivalidad a la que ha llegado en los últimos años, es un escenario de paz, de hermandad y confraternización. Y los deportistas rusos no tienen nada que ver con la guerra, como no tuvo que ver Spitz con la invasión a Vietnam, ni Stevenson con la de Angola, ni Salnikov con la invasión soviética de Afganistán.
No liguemos deporte y guerras. Si queremos detener estas, que negocien las potencias, que busquen salidas diplomáticas, que siempre las hay, y que dejen a un lado el afán de convertirse en dueños del mundo.