Por Anette Espinosa
La Habana.- Joaquín Ortega era -o es- un hombre apasionado. Un loco de esos que le ponía el corazón a todo. A veces hasta las cosas que no debía. Lo mismo se iba tras una mulata joven, que con otra no tan mulata. Era un enamorado del boxeo, de aquellos profesionales que, a mediados del siglo pasado, se dejaban la vida sobre el ring, por un poco de gloria y otro de dinero.
Joaquín fue un estudioso de la vida de los cubanos que fueron a España a pelear por la República, pero, sobre todo, era un apasionado de la vida de Pablo de la Torriente Brau. Nada que tuviera que ver con el periodista que cayó en Majadahonda le era ajeno al otrora cronista de Tribuna de La Habana o de la revista La Calle, nada más y nada menos que el órgano de prensa de los Comité de Defensa de la Revolución.
Solo un loco como Víctor Joaquín Ortega Izquierdo, podía llegar hasta allí, hasta aquel lugar, porque todos los medios de la dictadura le habían cerrado las puertas, uno tras otro. Al autor de ‘El látigo del jab sobre los rostros’ no tuvo más remedio que ponerse a resguardo de Juan Contino, que entonces era coordinador nacional de la tristemente célebre organización y voltear en aquellas páginas sus últimas crónicas.
Joaquín, que escribió a cuatro manos con Elio Menéndez ‘Kid Chocolate, El boxeo soy yo’, a veces disertaba sobre la vida de Pablo, y la Facultad de Periodismo era el lugar ideal, porque aquellas aulas llenas de jóvenes candorosos, muchos de los cuales aún creían en la revolución, se irían tras sus palabras, o tras aquellos testimonios extraídos de las líneas escritas por Pablo o de la memoria de María Luisa Lafitta, íntima amiga de Ortega y ya nonagenaria.
Aquella tarde -o tal vez mañana, porque la memoria me traiciona- Joaquín llegó al aula y tras la presentación previa, se arrancó del alma el mejor bocadillo que esta cronista haya escuchado a actor alguno: “Pablo está aquí”. Y miró hacia el lado e hizo como si le guiñara un ojo a aquel otro que había ido hasta allí, a acompañarlo, a escuchar lo que iba a decir sobre él mismo, como si supiera más de su vida que aquel que la vivió. ¡Qué locura!
Algunos alumnos quedaron sobrecogidos. En sus ojos se notaba el estupor, y yo hasta vi a Pablo, con aquella mirada candorosa y escudriñadora, mirar al techo y apretarse un huevo por dentro del bolsillo del pantalón. Así de incómodo estaba. Otros dejaron escapar una sonrisa, y los más sintieron pena ajena por aquel hombre, que no usaba medias porque le sudaban los pies, y que gesticulaba más que Urtiminio Ramos cuando boxeaba, y que rociaba con su saliva a todos los colindantes.
Qué locura aquella de Joaquín Ortega, a quien me encontré una tarde Rampa arriba y cuando le pregunté por su salud, se quedó mirando el escote de una blusa recién comprada que a mi padre nunca le gustó, porque decía que enseñaba más de lo que debía.
Aquel día en el aula y aquella tarde, sentí pena por Joaquín, la misma que por el Hombre de la Limonada, cuando, antes del concierto del dúo Buena fe, tomó el micrófono y soltó aquello de “Fidel está aquí”.
Me quedo con esa frase y paso de la sarta de sandeces que dijo después, incluidas las tres felicitaciones que, de seguro, le había orientado alguien que dijera. Y las dijo, y hasta se emocionó con la última, con aquella relacionada con el Team Asere.
¡Qué loco Díaz Canel! Apenas sabe hablar, no puede responder en dos minutos al presidente de Uruguay y tiene que apelar a una minuta que leyó como un escolar de tercer grado, y se atreve a estas chapuzas más dignas de un principiante que de un político que lleva casi 40 años viviendo de la muela, como decimos los cubanos.
Anoche sentí pena ajena. Y miré hacia el cielo a ver si encontraba la mirada compasiva de Pablo, la misma que me ayudó el día de Joaquín Ortega en aquella aula de la Escuela de Periodismo. Y la encontré, aunque el humo y las luces no me permitieron discernir si me guiñaba un ojo o me sacaba la lengua.
Tal vez le hubiera gustado decirme algo, compadecerse de mí, ponerme la mano en el hombro y hablar. Pero Pablo de la Torriente, hombre valiente y sensato, tal vez solo me hubiera dicho “esta noche iré de todas maneras”, poniendo énfasis en la última parte de la frase.
¿Hasta dónde ha llegado este país?, atiné a preguntarme y me fui