Por Fernando Clavero
La Habana.- Un amigo reciente me escribe desde Ciego de Ávila y me dice que tiene que irse ya, porque aquello se ha puesto muy malo, que desde hace muchos días comen solo punta de arroz (imagino que sea arroz como el que usan en algunos lugares de África occidental para hacer el benachin, un plato típico para el que no se usan los granos enteros).
Me dice que le pida a mi tía unas medicinas. A mi tía que vive en Tampa, porque muchos en la familia tienen las llamadas boqueras, sobre todo los niños, sin saber cuál es la causa. Y me recuerda que permanece allá porque todavía no le ha llegado la visa de trabajo para volver a Rusia, la misma Rusia de la guerra y las sanciones por todas partes, aunque para algunos cubanos parezca un paraíso.
Alguien más cercano, de la familia grande que tenemos todos los cubanos y que siempre defendió a ultranza todo lo que hacía el gobierno, porque creía ciegamente en las palabras de sus dirigentes, me acaba de confesar que «si tuviera unos cinco o seis años menos me iba de acá. Acá no hay quien viva. Esto es un cementerio». Y luego me dijo una frase que cada vez escucho más: «no creo en nadie. Esto es sálvese quien pueda».
Otra amiga me dice que le mande Omeprazol para su padre, y me pregunta si sé dónde comprar Bálsamo de Shotakovski, aquel medicamento que vendían en Cuba en los tiempos soviéticos y que se usaba para curar cualquier cosa, entre ellos una úlcera que padece su progenitor, más afectado aún porque no encuentra leche y la malanga no hay quien la pague al precio que está.
Yo no sé a cómo está la malanga, pero cinco libras de boniato -de boniato nada más y nada menos- valen 140 pesos en algunos lugares, o al menos eso me dijeron ayer. En otros lugares el arroz anda por los 150, o los 200, como estuvo hace unos días en Ciego de Ávila. Y como no pregunto por la carne de cerdo, no tengo ideas de por dónde anda, pero si el arroz vale 200, la libra de puerco no se debe bajar de los 400. No es necesario haber estudiado lógica para imaginarlo.
Manuel, un vecino con quien hablo muy a menudo, fue a ver su familia a Bayamo y anda medio varado por allá. Dice que el transporte está malo y me pregunta si estoy al tanto sobre la venta de vehículos y qué creo. Y le dije que guapeara para volver donde sus hijos, pero pasé de largo a la pregunta sobre la venta de los carros, porque no le veo pies ni cabezas. Para mí es otra forma más de marear la tojosa, por poner el nombre de algún pájaro cercano a la perdiz.
Y cuando creo que ya estoy al tanto de todo, una amiga y vecina de muchos años, que anda por Europa de visita y que salió de Cuba por primera vez, me dice que por nada del mundo regresa. «Me voy a quedar, Ferna, pase lo que pase me quedo. Intentaré traer después a mis hijos y a mi esposo, pero no voy a volver».
Pero hay más. Alex ya tiene patrocinador y se va a Estados Unidos. Se larga como se han largado cientos de miles en los últimos meses. Me dice que la madre le puso peros, que cómo iba a ir a un lugar desconocido y dejar su casa, su tranquilidad, y él se pregunta qué tranquilidad, la de no tener un trabajo que le genere un salario suficiente para vivir, o sobrevivir. No quiere estar al margen de la ley y su decisión es irrevocable.
Y la última, esta mañana, cual si fuera una bomba que me explotara en la cara: «Papa, voy a tener que sacrificar a los dos San Bernardo. No tengo comida para darles, porque no quieren comerse el picadillo y no encuentro nada más. Y nadie se los quiere llevar. Si unos primos de Camagüey, que llegan mañana, no se los llevan, los sacrifico, porque no quiero que sufran».
Y así es un día tras otro. La mayoría de los amigos y la familia pelean duro para sobrevivir, pero se quejan, tal vez para liberar las tensiones de una vida que nos aplasta a todos, estemos donde estemos, porque hasta los cubanos que vivimos fuera sentimos lo de adentro.
¿Hasta cuándo?, me pregunto, pero no tengo respuesta.