Las muertes de Pelencho

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Oscar Durán
Francisco Rodríguez Euvestarazo era Pelencho, el mejor mecánico de carros de El Almirante. Murió hace cuatro años, de cirrosis hepática. Dos meses atrás, estaba ingresado en el hospital, muy enfermo; pero le dieron el alta milagrosamente. Salió caminando, con un semblante de un niño de tres años. A los 200 metros de camino, sacó 500 pesos de una billetera y compró una botella de ron. La abrió, le echó un poquito a los santos y se dio un buen trago. ¡Qué viva la Pepa!, dijo, como siempre hacía cuando se daba el primer ‘planazo’.
Pelencho siempre vivió en el mismo lugar. Solamente conoció a El Dátil y Manzanillo. Salía muy poco del barrio. Aún hoy, donde vivía suceden muy pocas cosas. El lugar está ubicado en una llanura y, desde arriba, lo custodian las montañas de Guisa. Por allí hay una iglesia de testigos de Jehová a donde van feligreses a llorar sus penas. En el lugar viven cerca de 450 personas y la temperatura oscila entre los 28 y 32 grados. Los coches de caballos y la venta ilegal del mármol jiguanicero mueven la pobre economía. Estamos hablando de un sitio semibucólico, no de uno cualquiera.
Los primeros síntomas de alcoholismo en Pelencho se presentaron cuando su padre, Giraldo, le dio una galleta a su madre, Donna. Pelencho no aguantó y salió a buscar warfarina, como le dicen en aquellos lugares a esos rones inventados y de olores extraños. Ese día se emborrachó y amaneció en terapia intensiva en el hospital provincial Carlos Manuel de Céspedes.
Pelencho tuvo más vidas que un gato. Debió morir 17 años atrás. Estaba jugando pelota y un furgón de ETECSA lo impactó cuando fildeaba un fly. Le rompió un par de costillas, pero se recuperó de una manera milagrosa.
”Francisquito siempre fue así, revoltoso”, decía Donna Euvestarazo, su madre.
Si hubiese muerto esa vez, la desaparición de su mejor amigo, Luis Manuel, no le hubiera afectado tanto. A Luisma se lo llevaron un sábado a las cuatro de la tarde. Fidel Castro acababa de dar un discurso en Bayamo y pasó en su Mercedes Benz por el barrio. Ante la multitud de gente, Fidel paró y bajó del auto. Luis Manuel, por casualidad, estaba cerca del dictador y se dieron la mano.
De una manera jocosa, el mejor amigo de Pelencho le dijo a unos conocidos que tenía al lado: “voy a bañarme porque me embarré de mierda”. Hasta el sol de hoy no hay fe de vida de LM.
Ese día, Pelencho intentó suicidarse dos veces. Su padre levantó el peso muerto de su hijo atontado por unas pastillas que tomó. Lo llevaron al hospital a hacerle un lavado de estómago. Ya en casa, se cortó las venas con un cuchillo de cocina medio herrumbroso, pero la muerte no pudo con él.
Sin resignarse a la ausencia de su amigo, Pelencho dejó de trabajar para el Estado. “Terminé con el comunismo asqueroso este”, decía. Los clientes, como sabían lo buen mecánico que era, parqueaban sus autos al frente de su casa y él trataba de decirles dónde estaba el problema. Siempre le regalaban botellas de ron. Nunca aceptó un peso.
Así se fue agotando poco a poco este hombre. Su sonrisa era torcida y la mirada tenía un tono salvaje. Un tipo tan revolucionario como lo era Pelencho, ahora ya no se bañaba y se alimentaba muy mal.
La noche antes de morir, salió a buscar bebida. De repente, se le acerca un tipo de unos 29 años, un metro ochenta y con mucho aliento a alcohol. Le tira el brazo derecho por encima del hombro, lo observa con esa mirada perdida de un borracho. Es el oficial de la Seguridad del Estado que lo atiende. Pelencho mira para todos lados, aunque sabe que nadie lo defenderá. Está preparado para darle un buen trompón si le falta el respeto.
“¿Te la puedo mamar?”, exclamó el seguroso
No se sabe cómo terminó la escena. Lo único cierto es que al otro día la muerte, por fin, se llevó a Pelencho.

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