Por Daniel Murillo
Madrid.- Daniel Ortega es un alumno aventajado de la dictadura castrista. El mandatario nicaragüense se adiestró en la táctica guerrillera en Cuba, desde los tiempos de los alzados contra la naciente revolución comunista. Él, su hermano Humberto, y los comandantes Tomás Borge y Carlos Fonseca, estuvieron persiguiendo a los grupos que intentaban acabar con la lacra del comunismo.
De ahí volvió a su país y siguió al pie de la letra lo que le enseñaron en Cuba. Cuando en julio de 1979 el sandinismo logró expulsar del poder a Anastasio Somoza y hacerse con las riendas de Nicaragua, Ortega no pensó nunca que, si hacía unas elecciones, perdería en las urnas. Gobernó el país a su antojo, pero un buen día, el 10 de abril de 1990, Violeta Barrios de Chamorro lo sacó del poder.
Le bastó a la Chamorro prometer el fin de la guerra civil y abolir el servicio militar obligatorio para dominar las elecciones. Y Ortega prometió que si volvía alguna vez al Palacio Presidencial de La Loma, nadie más lo volvería a expulsar, porque iba a seguir al pie de la letra lo que por años le enseñó Fidel Castro. Aún así, tuvo que soportar siete años de gobierno de la Chamorro, cinco de Arnoldo Alemán, y otros tantos de Enrique Bolaños, hasta que al fin, en 2007, regresó al poder.
Desde entonces a la fecha, Ortega y su familia se han afianzado al mando del país, aplicando sin escrúpulos lo que aprendió o le sugirió siempre su principal tutor, Fidel Castro, quien lo utilizó como tonto útil cada vez que quiso. Bastaba que Castro lo llamara para que allí fuera Ortega, aunque solo se tratase de asistir a un desfile aburrido o a un acto de esos en los que el fallecido tirano hablaba por cinco o seis horas. Incluso más.
Ortega asimiló tantos las lecciones que decidió que no podía tener oposición si quería ganar las elecciones, todas las que hubiera en el futuro. Y terminó por condenar o expulsar del país a todo aquel que él creía que podía ser un rival de peligro. No es -nunca fue- muy inteligente el mandatario nicaragüense, pero eso lo aprendió a la perfección. Prisión para unos, deportación para otros, incluso muertes, porque por ahí hay algunos casos de decesos un poco raros, como el del entonces alcalde de Managua y campeón mundial de boxeo profesional Alexis Arguello.
Arguello ganó la alcaldía de la capital por el partido de Ortega, pero antes había sido opositor. Y hay cosas que en política, al menos en los regímenes totalitarios, nunca se perdonan. Y los rumores sobre un ajuste de cuentas a Arguello siguen siendo grandes en el país centroamericano.
En su cruzada para eternizarse en el poder, Ortega le dio potestades ilimitadas a la primera dama, Rosario Murillo, a la cual, después, convirtió en su compañera de fórmula y en vicepresidenta. Y sus hijos representan al país como enviados del gobierno o son dueños de empresas importantes.
Como Castro, Ortega se creó un enemigo peligroso, Estados Unidos, y siempre que puede lanza sus dardos, a veces poco entendibles contra la Casa Blanca, la CIA o todo lo que tenga que ver con el país del norte. Lo hace tan burdamente que da asco escucharlo, como asco dan las determinaciones que toma, entre ellas la liberación de opositores que expulsó a Estados Unidos después de haberlos convertido en apátridas.
Ortega, como Castro, se cree infalible, y se arroga el derecho de decidir quién puede ser nica o quién no. Por suerte, hay países en el mundo dispuestos siempre a darle acogida y documentos a esos a los que otras naciones privan de sus derechos más elementales.
Ahora ocurrió en Nicaragua, pero la avanzada en estos tópicos correspondió siempre a la Cuba de Castro, que desde 1959 condenó al destierro a todo aquel que pensó diferente y lo dijo. Castro asesino, encarceló o envió fuera del país a todo el que se le opuso. Su sistema de vigilancia le permitió emprender cruzadas infames contra opositores, a muchos de los cuales los obligaron a buscar otro país donde vivir.
Y por si fuera poco, a los deportistas, médicos, artistas y personas que formaban parte de las delegaciones del país, y se quedaban en el extranjero, les impedían regresar. O les impiden, porque eso ocurre en la actualidad aún. Y de Castro aprendió Ortega, quien gobierna con puño de hierro a Nicaragua, uno de los países más empobrecidos de América, aunque nunca al nivel al que ha llegado el de su maestro, que debe ser ahora mismo uno de los más pobres del mundo, y donde las personas tiene menos derechos.
Dios los cría, el diablo los junta… y Nicaragua espera que junte pronto a su gobernante con el que estuvo al mando de los destinos de Cuba por más de medio siglo.