Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Esto que comparto es un breve fragmento de “DILE QUE LA ESTOY BUSCANDO”, un texto largo sobre la crisis de los años 90 y que mantengo guardado en una gaveta porque no creo que a alguien le interese publicarlo. Me atrevo porque ahora se habla de “dolarización parcial de la economía” como si fuera algo nuevo. En realidad, hace más de treinta años que nos “pusieron en fula el areíto”. Y todos lo sabemos. Y sabemos también que no es lo mejor para el pueblo, aunque la mayoría finjamos no saberlo.
– ¿Por qué viniste a buscar a Emma, guajiro? -Me preguntó con curiosidad.
-Porque su mamá está preocupada y me pidió que viniera a buscarla.
– ¿Por qué no vino ella?
-Ella piensa que el gordo…
-Máximo, se llama Máximo. -Me interrumpió sin dejar de mirarme a los ojos- Ella piensa que Máximo, ¿qué?
-Que Máximo la tiene secuestrada, que la trajo a La Habana para ponerla a jinetear.
– ¡Ah, las madres! -Dijo suspirando y sonrió con tristeza. Luego se paró y volvió a ponerse las manos en la cintura.
-A veces las cosas no son como parecen, guajiro. La madre de Emma sabe lo que ella está haciendo. Y si no lo sabe, se lo imagina, porque en este país a nadie le regalan dinero.
-Eso fue lo que ella me dijo.
-La gente se imagina que este mundo es fácil, pero no. ¿Tú sabes cuantas mujeres y hombres están metidos en este negocio?
Se quedó mirándome, esperando quizás que yo le dijera “no, no sé cuántas mujeres y hombres están metidos en este negocio”, pero no abrí la boca. Sabía perfectamente que estaba en el lugar equivocado, tal vez a la hora equivocada, y posiblemente hasta en el país equivocado.
-Esto es una cadena, guajiro… -dijo y dio tres pasos hasta el fregadero para cargar la cafetera- Una cadena que empieza por la familia. Si yo tuviera un hijo no lo perdería de vista ni cinco minutos.
-Emma le dijo a la madre que venía a buscar un trabajo aquí en La Habana.
-Engáñame que te creo… -dijo y soltó una carcajada burlona- Para que lo sepas, Emma le manda semanalmente a su mamá setenta dólares, yo soy testigo. ¿Dónde le dijo Emma que estaba trabajando? ¿En una embajada?
Puso la cafetera al fuego y se dio la vuelta para quedar recostado al fregadero.
-Supongo yo… -dijo haciendo un gesto como de bailarina española con la mano derecha- que a estas alturas te habrás dado cuenta de que soy pájaro, ¿verdad?
-A mí eso me importa un pito, Boby. -Le dije.
-Siempre importa, guajiro. Pero resulta que además de pájaro, soy negro, ¿entiendes? Imagínate tú, con la cantidad de posibilidades que tienen los negros en este país, la caña, el puerto, el boxeo, la pelota… ¡y a mí se me ocurre ser bailarín y maricón!
-Te dije que a mí eso no me importa. -Repetí porque sospeché que de alguna manera había hecho o dicho algo inapropiado.
– ¡Ay, niño, déjame terminar la idea! -Dijo echándole un vistazo a la cafetera que había comenzado a colar- También me imagino -volvió a mover la mano derecha al estilo de Lola Flores- que no eres de lo que piensan que uno se vuelve pájaro porque dio un tropezón en la esquina, o porque un día, así, de casualidad, uno se dice, “¡qué bueno está este domingo para meterse a maricón!”. No, no es así. Los tipos como yo, desde que nacen, son la vergüenza de la familia. Y más en este país donde todos los machos están obligados a portarse como Pancho Villa. Pero también, los hombres como yo, están obligados a ser fuertes, muy fuertes, porque ni siquiera podemos darnos el lujo de avergonzarnos de alguien o de algo. Estamos demasiado manchados para eso.
Se volvió cuando el regurgitar de la cafetera se fue opacando como un susurro.
– ¿Te gusta amargo o con mucha azúcar? -Preguntó de espaldas mientras sacaba dos tazas de loza que parecían dedales.
-Amargo. -Respondí.
– ¡Ahí! -Dijo y sonrió- Amargo, como todo un Pancho Villa.