Carlos Cabrera Pérez
Majadahonda.- Más allá de la algarabía emocional cubiche, de sonrisas y lágrimas, la vuelta triunfal de Donald Trump remata al tardocastrismo, empeñado en la posposición permanente de prioridades y reformas, a las que siempre intenta vincular al ámbito bilateral.
El viejo adagio de los pequeños contra Goliat se ha estrellado gradualmente contra el nuevo depredador que es el inservible estado cubano, devenido en un devorador de vidas y haciendas, que no garantiza bienestar y exige obediencia ciega; so pena de calabozo o destierro.
La casta verde oliva y enguayaberada no está preparada para relacionarse con la administración Trump, que no responde al viejo orden entre demócratas y republicanos, sino el estilo MAGA (Make America Great Again) del flamante presidente y sus decididos partidarios; ampliamente respaldados en las urnas.
Nada más tomar posesión, Trump devolvió a Cuba a la lista de patrocinadores del terrorismo y sus colaboradores más cercanos ya han anunciado otras medidas que acentuarán el rigor de las sanciones. La alegría en casa del tardocastrismo duró menos que un remiendo en cualquiera de las termoeléctricas descuajeringadas por la revolución energética.
Desde hace tempo, Cuba es irrelevante geopolíticamente y nada tiene que ofrecer a las potencias contemporáneas, como aliado o adversario, pero el Buró Político sigue pendiente de una adecuada sesión de psicoanálisis que lo ayude a sobrellevar su ego e ilusiones tan mal resueltos. Todo esfuerzo baldío conduce a la melancolía y la mirada de Díaz-Canel es un discurso.
Habrá que ver si, en las próximas semanas, La Habana releva a su embajadora en Washington y qué instrucciones trae su relevo para desenvolverse en un marco claramente hostil, no solo por la prioridad estadounidense, sino por la reducción de espacios para la solidaridad con la vieja tiranía castrista, que propugnan Agentes de influencias castristas en Washington y otros foros.
Los cambios estructurales exigen honestidad, valentía y visión políticas a medio y largo plazo; pero esas no parecen ser las coordenadas del gobierno cubano, que cada vez se ha ido quedando más solo y sin las antiguas cuotas de respaldo popular que disfrutó Fidel Castro en sus años de experimentos subsidiados por la URSS.
El mundo ha venido cambiando desde 1989; y Cuba ha desperdiciado cuantas ocasiones ha tenido para insertarse en una realidad con más plata que plomo y donde la vieja idea del comunismo fue suplantada por el capitalismo de estado, que ahora perpetra Gaesa.
Un repaso a la política cubana desde el portazo de Raúl Castro a Barack Obama evidencia la obstaculización permanente de la reforma estructural que exige Cuba y la validación de un discurso -parcialmente compartido por el ala socialista del exilio cubano- donde se mezclan resistencia gastada, pedantería académica y un suicida manejo de los plazos políticos.
La política primero, la academia después; pero era lógico que un pais frustrado en lo esencial político no encontrara mayores cotas de realización que la fantasía permanente, la lectura errónea de los acontecimientos y la vanidad de país pequeño forzado a la epopeya totalitaria.
Para vivir y relacionarse cordialmente con Estados Unidos y el resto de naciones de la región y del mundo, Cuba solo necesita una dosis adecuada de normalidad, dotar su política exterior de raciocinio pragmático y renunciar a cualquier tentación de liderazgo.
Con mayor o menor intensidad y, especialmente en privado, aliados tácticos de la dictadura más vieja de Occidente, han tratado de persuadir a sus jefes de la conveniencia de revolucionar la revolución; como intentó López Obrador en un largo discurso en La Habana; donde nadie escuchaba.
No se trata, como gritaba esa señora habanera de que Trump se la va aplicar a Cuba, sino que el castrismo y su epílogo han sido quienes más veces y con mayor intensidad se la han aplicado a los cubanos; en nombre de una obra que lleva años sin dar frutos y causando hondo sufrimiento en nombre de una libertad y dignidad quiméricas y humillantes.
El castrismo ha sido un ejercicio inútil de egoísmo personal, que metió a Cuba en un callejón sin salida porque los pueblos no viven de epopeyas ni hazañas, sino de la concordia que promueven la democracia, el desarrollo económico y la justicia social.
Ser vecino de Estados Unidos, la democracia más vieja de Occidente y el mercado más dinámico del mundo, es una ventaja invaluable; como supieron ver cubanos de los siglos XIX y primera mitad del XX, sin renunciar a la soberanía.
Ahora, ni soberanía ni prosperidad; solo la excusa del enemigo; tan poderoso que ha secuestrado la felicidad de los cubanos y convertido al único estado de obreros y campesinos en jinetero de ambos.
Con México, Canadá (en vípsreas de elecciones) y el resto de países de la región pendientes de la evolución de sus propios vínculos con Washington y la izquierda desmoralizada por la brutalidad de Nicolás Maduro, La Habana semeja un trasplantado cardíaco y los más lúcidos del equipo médico habitual lamentando las oportunidades perdidas.
Nada destroza más a una dictadura que la aburrida costumbre democrática de elegir mandatarios cada cuatro, cinco o seis años; lástima que las democracias multipartidistas no hayan descubierto aún las ventajas del sistema de partido, gobierno y prensa únicos; donde un jefe de pelotón se aprieta la pañoleta y suelta una orden de combate contra si mismo.